divendres, 20 de maig del 2016

Esta noche moriré (y 2)



Atención: ¡este texto contiene spoilers!

En una escena memorable de "Sin perdón" (Unforgiven, 1992), el Sheriff local (interpretado por Gene Hackman) propina una paliza brutal a un detenido. Uno de los testigos protesta, ya que el hombre era "inocente". El sheriff responde, lacónico: "-Inocente ¿de qué?". Esta pregunta es la misma que se encuentra en "El proceso" de Kafka: ¿existe algún hombre inocente?

En una novelita con psicópatas asesinos, uno de ellos afirma que, si asesinas a una persona al azar, has asesinado a un culpable y por lo tanto deberías quedarte tranquilo de espíritu. Seguro que era culpable de algo, porqué en su curriculum vitae hay un crimen sin duda alguna. El paraíso cristiano debe estar vacío por completo. ¿Joseph K es indudablemente inocente? La inocencia absoluta de alguien contiene dudas razonables. Es más interesante hablar de "presunto inocente" que no de "presunto culpable".

La cuestión, más filosófica que legal, ha obtenido varias respuestas (y siempre negativas, pesimistas) a lo largo de la literatura. La última la he encontrado en Fernando Marías y su negrísima "Esta noche moriré". El relato breve de Fernando Marías cuenta un ejercicio de tortura lento, meticuloso, diabólico por su crueldad, por su impiedad, su ausencia de límites. Para destruir a un hombre, el torturador se vale de todo: termina con su autoestima mutilándole, arrasa con su seguridad inoculándole un tremendo sentimiento de culpabilidad. Destruye a sus (pocos) seres queridos, le convierte en testigo de la violación de su hija y la muerte de su mujer. Le convierte en un cocainómano y por fin en un sin techo, cuya última vivienda son los cartones que recoge por la calle.

Su vida ha obedecido los dictados de un determinismo incontestable. El designio de un dios rencoroso, un justiciero loco, la perversión maligna de un demiurgo que odia con un odio infinito a sus criaturas. Una leve variación de Yahvé.

El lector asiste, atónito e impotente, al desastre definitivo de un hombre. Los ojos que leen se convierten en testigos y cómplices de una barbaridad monstruosa. Quien ha imaginado, diseñado y dirigido la tortura es un individuo realmente antipático, profundamente malo. Valiéndose de los recursos infinitos que le brinda una oscura multinacional del crimen, el vengador ejecuta una venganza atroz. Atroz no solo porqué el vengador es casi perfecto en el diseño, si no porqué es impune: cuando concluye su venganza ya está muerto. Ha eludido cualquier consecuencia, cualquier represalia. La muerte le ha transmutado en un ser inalcanzable, como un dios.

Fernando Marías escribe con la frialdad del entomólogo y organiza los elementos, situa las piezas en el tablero para un jaque mate inevitable. Ante todo, explica que el torturador no es una buena persona. Pero que, sin embargo, tiene un motivo válido para cometer su crimen: la víctima le ha destruído a él previamente. Su víctima es el policía que le ha detenido, quien le ha metido en la cárcel. El responsable de qué viva en una celda eximia. ¿Es justo y humano meter a un hombre en una celda oscura y minúscula? 

A continuación, el autor se ocupa de revelarnos que el policía-víctima es un ser despreciable: un tipo engreído y fanfarrón, seductor de medio pelo, adulador del poder, coleccionista de medallas, adúltero, mal padre, abusador de la autoridad, aficionado a los interrogatorios violentos en el sótano de la comisaría.

El vengador actúa con la crueldad fría y distante de un ser divino que todo lo sabe, todo lo puede. Un narrador poseído por el placer de maltratar a los seres narrados. Quizás por eso, la víctima muere de frío al final del relato. La víctima es (o fue) un verdugo, aunque un verdugo de aspecto humano. El lector debe plantearse varias cuestiones morales cuando llega a la última página. ¿Ha asistido a la lucha entre dos insectos feos y pérfidos como alacranes o mantis religiosas? ¿Hay algo de inocente en la víctima? ¿Se merecía algún tipo de castigo? ¿Hay proporcionalidad entre crimen y castigo? ¿Hay algo de víctima en el torturador?

En el paisaje de la literatura negra uno encuentra a menudo ese tipo de preguntas morales, pero no siempre. O mejor dicho: uno espera que la literatura le increpe, le proporcione cuestiones morales sobre las que se debe pensar y tomar partido. La categoría de lector se parece a la de "ciudadano": son categorías con sentido cuando se ejercen conscientemente, consecuentemente. Ni el lector ni el ciudadano son figuras pasivas, por mucho que nos empujen a ello desde las instancias que hablan de consumo, entretenimiento y sumisión.

De una forma muy distinta a la de Fernando Marías, Dennis Lehane se interroga sobre crimen y castigo en la excelente "Mystic river" y sobretodo en la alucinada "Shutter Island", en donde incorpora el asunto peliagudo de la enfermedad mental y la pérdida de la identidad: ¿es culpable o inocente quién no está en sus cabales? En ambos casos, tanto Marías como Lehane situan al policía (la figura que suele encarnar el bien y el orden en la novela policial al uso) en el centro del debate, ya que por el hecho de instalarle en el rol de la víctima (inocente o culpable) alteran la convención y provocan el cortocircuito moral. De las chispas de este cortocircuito sale lo más interesante. Como escritor (y perdónenme la flaqueza) yo lo intenté con mi inspector Arsenio Crespo en "Besòs Mar", otro policía verdugo y víctima. Es algo parecido a lo que Sigmund Freud expresa en "El malestar en la cultura". Hay que fijarse en los fenómenos que echan chispas, porqué es ahí donde está lo importante, lo que se debe pensar.

A la literatura (al arte) se le debe pedir que conduzca a pensar. Para tranquilizarnos disponemos de la valeriana, las cintas de superhéroes, ocasionalmente el matrimonio, los resultados del fútbol o en última instancia la fe en un dios bueno.

Cambio de registro y me voy al cine. Llevo años leyendo y escuchando a personas que adoran "Seven", una cinta que me resulta despreciable. Con "Seven" entramos en un mundo maniqueo y facilón de buenos polis y escabrosos pervertidos. En "Seven", el dilema moral está resuelto de antemano y al espectador solo se le pide que aplauda el triunfo del orden, que aplauda la ejecución del malo una vez aislado gracias a los dos funcionarios del estado que ejercen de detectives y jueces. Oportunamente uno blanco y el otro negro. Fascistoide y barata, "Seven" reedita la execrable "Yo soy la justicia" (1981) de Charles Bronson, basada en "Yo, el jurado", de Mickey Spillane.

Mucho más interesante que "Seven" (1995) es "Blade Runner" (1982), cinta que cuestiona de nuevo nuestros principios morales. No es casual que "Blade runner" y "Sin perdón" se deban al guionista David Webb Peoples (Connecticut, 1940). En "Blade Runner", el guionista supera el texto original de Philip K. Dick para construir una fábula moral de mucha más envergadura, que revisa la relación entre la criatura culpable y su dios creador.

Con este artículo pretendo cerrar las reflexiones que me ha suscitado "Esta noche moriré". La reseña estricta de la obra, publicada anteriormente, me parece insuficiente sin añadirle lo que aquí he escrito. Y a la vez, le expreso mi agradecimiento al autor. Y a la editorial, por haber llevado hasta los lectores del XXI un texto carísimo del siglo XX. El XX es el siglo en que nací y por lo tanto el siglo en el que moriré, sin duda. 

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