La casualidad ha querido que al final de este verano le haya mandado al editor una novela negra, muy negra, inspirada vagamente en "El rojo y el negro" de Stendhal que empieza en un pantano, en donde alguien, una noche, lanza un cuerpo en las aguas turbias. En la novela, el asesino consigue que el cuerpo desaparezca para siempre. Hablo de casualidad porqué, por las mismas fechas en que yo mandé el original al editor, ocurrió un crimen en un pantano de Gerona. Los cuerpos han aparecido ahora. En la realidad, pues, el posible culpable no se salió con la suya. Uno de los dos cuerpos ha flotado porqué las aguas están demasiado bajas. Lo que está ocurriendo con las reservas de agua es dramático, pero el estado de lo político nos está ocultando este drama, otra vez.
Cuando empecé a escribir mi relato me puse enfrente la fotografía en blanco y negro de un cuerpo recién sacado de un embalse. En los años setenta. El cuerpo, medio desnudo, está echado encima de una roca de la orilla. Siete agentes de la Guardia Civil lo rodean, hieráticos, y el espectador escucha el silencio de la escena aunque sea en una fotografía, que ya es silenciosa de por sí. Los siete agentes están de pie, como estátuas o como columnas, solemnes. Un semicírculo de policías alrededor del muerto.
Es la España en blanco y negro de mi niñez. Algunos de mis recuerdos de los setenta son así, como una fotografía de prensa, blanco y negro adusto, sobrio. Pocos grises, y esa trama gorda de puntos. También recuerdo una tarde, volviendo en el coche de mi padre por una carretera del Montseny (a él le gustaba ir a pasar el día en Santa Fe). Había niebla. Posiblemente había menos niebla en la realidad que en mi recuerdo. Y enmedio de la niebla aparecieron dos tricornios y unas capas grises, robustas, casi pétreas. Hubo un accidente y los guardias civiles andaban casi tan desorientados como mi padre, que tuvo que pegar un frenazo y se llevó un susto de muerte con la aparición de las siluetas sombrías, siniestras, surgiendo de la telaraña de vapor blanco que se arrastraba por el asfalto.
Las imágenes de hoy, en el pantano de Gerona, son en color. Hay algo demasiado obvio, demasiado común. El blanco y el negro son una abstracción maravillosa que da un contenido metafísico a lo que cuenta. El color, con su derroche de matices y de tonos, no contiene poesía alguna. La imagen de los policías de hoy, investigando en el pantano gerundense, no me serviría para iniciar una narración. Quizás me estoy haciendo más mayor de lo que yo contemplo. Quizás sea eso.
Vuelvo a mirar la fotografía de los setenta, la de los guardias civiles custodiando el cuerpo difunto. El fotógrafo (quizás el octavo guardia civil, como un alien) la tomó desde bastante lejos. Hay un pudor evidente, un respeto callado por el muerto. Eso fué así durante muchos años, hasta que la prensa prefirió mostrar el detalle, la herida abierta por donde brota la sangre, el rostro desfigurado, el dolor en primera plana. Y nos habituamos a ello. Vemos tres cuerpos de niños rebentados por una bomba en Irak mientras cenamos una pizza peperoni, podemos contemplar con detalle sus cabecitas echadas en la tierra, las cabecitas rapadas, las orejas ensangrentadas, el gesto cancelado de sus manitas.
A mi me impresiona más el cuerpo en blanco y negro de un hombre ahogado en los años setenta. Será quizás porqué la distancia del fotógrafo y la imprecisión de la imagen me permiten sentir el horror de otra forma, más verdadera, más profunda y más tremenda. Podría ser mi cuerpo, ese cuerpo muerto encima de la roca, custodiado por siete policías estáticos y detenidos para siempre en un tiempo de brumas que es hoy, también.