dilluns, 24 d’abril del 2017

Bruno Dumont, lo negro y lo grotesco

Resultat d'imatges de ma loute

Sobre la cinta "Ma Loute" (en idioma original) y "La alta sociedad" (en español) se pueden leer críticas y comentarios de todo tipo: hay quien la detesta y hay quien, como yo, quedó maravillado, rendido ante tal alarde de valentía, de locura fílmica y de libertad creativa. Dumont se había ganado a su público con un cine de extrema crudeza, pesimismo y negrura. El giro que representa "Ma Loute/La alta sociedad" habrá decepcionado a los que esperaban más oscuridad. [Al pase al cual asistí, no había más de diez espectadores y dos de ellos se marcharon mucho antes del final]. Aunque, a decir verdad, el viraje radical hacia el sarcasmo, la caricatura y lo grotesco no está nada alejado de sus postulados filosóficos anteriores.

El film arranca con un planteamiento próximo al cine negro: dos policías andan por la playa investigando una desaparición misteriosa. Mientras tanto, una familia de la alta burguesía llega a su casa de veraneo. Estamos en el paisaje de postal del Pas-de-Calais (el lugar en donde, hasta hace muy poco, había el campamento de inmigrantes más vergonzoso de Europa). Sin embargo, enseguida se percibe que el tono de la película va a discurrir por otros derroteros. Los dos policías (referencia u homenaje a Laurel & Hardy) son dos agentes extremadamente estúpidos e ineficaces, y la familia burguesa es indecible por lo grotescos que son todos sus miembros.

"Ma Loute/La alta sociedad" tiene algo de teatro dadaísta, y de aquella corriente -hoy centenaria- recoge multitud de ideas, elementos iconográficos y trucos narrativos. Digo "teatro" porqué la cinta es muy teatral: el escenario es mínimo: la casita de veleidades egipcias de la familia burguesa, las chabolas de los pescadores y el breve espacio de dunas que las separa. Tan cerca y tan lejos. Dumont caricaturiza a las dos clases sociales y muestra un conflicto casi mitológico, imposible de resolver. En eso, el director sigue siendo el pesimista que fue, el hombre que nos presenta a una especie inútil poseída por una angustia sin solución, y por un hambre insaciable. En el caso de la familia pobre, el hambre les ha llevado al canibalismo y devoran -crudos- a los turistas burguesitos que pasean por la bahía. En el caso de los burgueses, a una estulticia sublime, a la endogamia y al incesto reiterado. "Nos casamos con nuestros primos", relata el señor Van Peteghem, "Es así como creamos los imperios industriales en el norte".

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Alguien dirá que Dumont caricaturiza en exceso el conflicto de clases, pero esa mirada grotesca aporta la dosis de pesimismo justa y aquel distanciamiento que apela a la inteligencia, esquivando los sentimientos o la cacareada "empatía" hacia los personajes. Es imposible empatizar con ninguno, ya que todos ellos son francamente ridículos y lamentables. A medida que avanza la obra, uno descubre que la miseria humana (me refiero a la espiritual, y a la otra) es un pozo sin fin.

Dumont juega a los juegos clásicos del surrealismo y -como dije- a los del dadaísmo: la repetición, la ilegilibilidad , lo grotesco, la blasfemia (en una increíble procesión mariana), la interpretación desmesurada, la mueca, la ambigüedad sexual y el transformismo, el equívoco, la multisemia, el paroxismo, la irreverencia contínua (la estupidez de la policía es antológica), la brutalidad, la sangre, la literalidad, el exceso, la inclusión de lo extraño. Plagada de pequeños guiños al cine de Buñuel y de Bresson, de Fellini (muy explícitos), de Lynch, sin remilgos para incorporar la ordinariez y lo zafio al lado de lo poético, el chiste fácil junto a lo metafísico, sin miedo a incluir una historia de amor casi puro protagonizada por un despiadado caníbal y un/a transgénero, y todo ello subrayado por una música que remite al romanticismo (¿hay una parodia de Tristán e Isolda?). Una recomendación necesaria: hay que ver la cinta en versión original.

Cuando se termina la cinta, el espectador que haya aceptado el juego de Bruno Dumont va a recibir un premio fabuloso: la satisfacción -íntima y profunda- que produce ser consciente de haber contemplado la obra de un artista tan lúcido como osado, tan libre, tan libertario, tan irreverente e irrespetuoso -incluso con los cánones narrativos en boga. Dumont no solo desprecia al cine comercial: le escupe en el rostro con un escupitajo sanguinolento y lleno de mala uva. Gracias a sus cintas redescubro la frontera que distingue la cultura del entretenimiento. Lo que distingue a Mircea Cartarescu de Pilar Rahola, Tristan Egolf de Xavier Bosch, Bolaño de Jordi Basté: en el mundo debe haber lugar para todos, pero no un mismo lugar indistinto y borroso para todos. Esa es una guerra sorda y muda que se está librando en nuestro tiempo, y del resultado de la cual depende el futuro y la salud cultural de las generaciones venideras.

Cuando uno termina de ver la cinta se pregunta un montón de preguntas, y de ninguna de ellas obtiene respuesta alguna. (Solo el título ya entraña cuestiones sin respuesta posible). Incluso me pregunto: ¿he visto una chorrada o una genialidad? He ahí algo que aprecio especialmente en una propuesta cinematográfica o literaria, o del género artístico que sea: que me cuestione, que me inquiete y que me transforme en un ser un poco más lleno de incertidumbre.

De vuelta para casa descubro que me es imposible soslayarme de reflexionar sobre la producción literaria y fílmica catalana, que se encuentra en un bache tan deprimente: leo propuestas de una simpleza moral y argumental bochornosa, sin riesgo alguno y sin ninguna intención provocadora, sin sangre, de una escalofriante mediocridad. "Ma Loute" me ha brindado un respiro en mi pesimismo: es posible -todavía- sacudir y despertar al lector/espectador aletargado en la medriocridad ambiental, y es un placer descubrir que hay quien se atreve justo detrás de los Pirineos. A este país nuestro, automplacido y onanista -culturalmente, politicamente- la cinta de Bruno Dumont le viene de maravilla: es imprescindible reirse de uno mismo, de su cultura, de su historia, de sus gentes, de sus tradiciones. Cataluña necesita con urgencia a un Bruno Dumont que nos repita "Ma Loute" rodada en el Ampurdán -por ejemplo.

Me temo que si un nacionalista catalán lee esta reseña me dirá que "ya nos reiremos de nosotros cuando seamos independientes" sin ni tan siquiera sospechar que esa respuesta es ridícula y contiene algo digno de aparecer en el cabaret dadaísta.

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