dilluns, 11 de febrer del 2019

Y dejar de escribir


Aunque escribo textos de ficción, de recuerdos, de reflexión o de banalidades (todos tratan de banalidades, en verdad) desde que era muy niño, siempre he pensado en dejar de hacerlo. Es decir: pienso en dejar de escribir al mismo tiempo en que empiezo escribir, a garabatear -o a teclear, más adelante. Lo de escribir lo vivo como se vive una maldición, o como algo muy próximo a una adicción maligna.

En el 78 o el 79, con unos ahorrillos, me compré una máquina de escribir en un rastrillo. Era una Olivetti Lettera 22 de color grisnubedelluviadeverano, una máquina compacta y sólida pero pequeña, que se consideraba por entonces una máquina portátil. Creí que el aparato me ayudaría y me insuflaría nuevas ganas de escribir, y que quizás me proveería de nuevas ideas, incluso de algo como un estilo personal. Uno jamás olvida las imágenes de Guido en ese chiringuito de playa, en "La dolce vita". Hay algo fascinante en la escena, algo sublime. Guido sentado bajo las parras del chiringuito, el sol, los niños corriendo por ahí mientras intenta concentrarse en escribir su crónica pero, sin embargo, todo le distrae: cualquier cosa es mejor que escribir, todo es un buen argumento para dejarlo, una causa noble.

Siempre quise dejar de escribir y por eso escribí sin cesar. Creo que hay muy pocos días en mi vida en que no haya escrito algo. Muchas veces he escrito sobre dejar de escribir, porqué creo que encontraré la forma de dejar de escribir escribiendo. No se me ocurre otra forma de hallar la fórmula del abandono.

Hay personas que hablan muy bien, y saben hilar un discurso coherente, argumentado, con objetivos claros. Y sin embargo, no escriben bien. Parecen torpes cuando se ponen a redactar. Parece que cada persona, cada cerebro, halla su forma propia de organizar los pensamientos mediante el lenguaje. Yo jamás he podido hablar más de 3 o 4 minutos seguidos sin tener la sensación de haber caído en un galimatías lleno de titubeos, de incoherencias. Sin embargo puedo escribir durante horas. Llegué a las 12 horas seguidas, en una noche de hace muchos años. Por aquel entonces, escribía ya en un protoordenador, un Macintosh 128k color canela.

Luego volví a las libretas. Me compré plumas estilográficas baratas, de esas de cartuchos que se gastan a las tres páginas. Dejaba regueros de cartuchos vacíos por todas partes, incluso con un incivismo que me parecía romántico, tirándolos por el balcón o abandonándolos encima de las mesitas de los bares. Confié en las libretas y las estilográficas para dejar de escribir, una vez fracasado en mi intento de quitarme con la Olivetti.

Un día leí que Jorge Luis Borges había escrito algo así como que daba las gracias (¿a quién?) por las lecturas leídas, pero no por las obras escritas. Tras haber leído eso me leí todo Borges, esperando encontrarme en ese lugar en el que Borges comprendió que era mejor leer que escribir. De Borges pasé a García Márquez, de García Márquez a Rulfo y luego Cortázar, Mutis (¡qué grande es Mutis, por Dios!) y Vargas Llosa. Leí casi toda la literatura latinoamericana que había en la biblioteca pública del barrio. La lectura, sin embargo, me empujaba a tomar notas. Anotaciones en libretas. No me permitía dejar de escribir la lectura.

Descubrí que mi madre no podía dejar de escribir. Lo supe cuando ella ya estaba muerta. Mientras vaciaba el piso en donde vivió sola los últimos años de su vida, encontré miles de páginas. Un diario de juventud. Cartas antiguas. Las más antiguas, de amor. De un amor ingenuo que aspiraba a una pureza extrema. Eso me heló el corazón. Sin embargo, los últimos textos de mi madre ya muy cerca de la muerte, parecen responder a una vocación notarial austera y estricta. Son largas listas que anotan la hora en la que salió el sol y la hora en que se hundió. Sin comentarios, sin anotaciones al margen. Creo que ella también deseaba dejar de escribir y, no pudiendo hacerlo, usó la escritura en su sentido más terco. Halló la pureza. El sol ha salido a las 6:45 y se ha puesto a las 18:10. Había páginas y más páginas con esas anotaciones del ritmo solar. Nada más que eso. Crónica mínima.

Como una vez me vi clasificado como autor de "novela negra catalana" por ciertos avatares que no vienen a cuento, decidí escribir una novela negra que fuese el fin de la novela negra, una novela que debería ser la última novela negra del mundo. Soñé en escribir una novela que impidiese escribir jamás una nueva novela negra. En realidad, solo quería dejar de escribir novelas negras, un propósito que, claro está, enmascara el verdadero propósito: dejar de escribir. Mandé mi original al editor y el editor me lo devolvió, meses más tarde, y me dijo que mi novela era impublicable, que era una mierda de novela. No se puede pretender que un editor catalán comprenda ciertas cosas, pero comprendí que, en cierta forma, había dado un primer paso: dejar de publicar. Ese es un bello objetivo y una gran conquista, sobretodo en unos tiempos en los que parece que todo el mundo publica o quiere publicar, incluso tipos que jamás han leído ni un solo cuento de Borges.

Hace años, un profesor al que admiro dijo: como cada día se publican miles de libros en el mundo y es imposible orientarse en este océano tan vasto, por falta de brújulas, lo mejor es limitarse a leer a los clásicos universales. Esa idea, que adopté enseguida, me ayudó: si escribo pierdo tiempo de leer a los clásicos. Lo malo es que los clásicos mueven nuevas sinapsis en el cerebro, y esas conexiones me obligaban a tomar notas. Notas que se convertían en relatos breves, relatos breves que devenían embriones de novelas.

Alguien dijo que primero hay que vivir y luego escribir. Quien dijo eso no sabía que hay quien vive cuando escribe y que, cuando no escribe, tiene la angustiosa sensación de no vivir del todo, de estar limitándose a una vida en términos biológicos, que es una vida muy pequeñita.

Hoy he escuchado una conferencia de una hora de duración. Quien la impartía no llevaba apuntes: solo un papelito no mayor que un ticket del metro, en el que había una decena de palabras. Su discurso estaba bien hilvanado, avanzaba con método. Simulaba dudas y lapsus, pero estaba trabado. Yo tomaba notas, y empecé a redactar una pregunta final que era también un relato en el que había recuerdos viejos y nuevos, imágenes, alguna metáfora, y una cuestión final más bien retórica que cerraba mi intervención y contenía un atisbo poético.

La conferencia se extendió demasiado y tuvieron que eliminar el turno de preguntas. No pude leer mi intervención. Tiré la hoja (una cuartilla por las dos caras) a la papelera. No había podido dejar de escribir, pero si pude echar mi texto al olvido, a la nada, dentro de una papelera llena de pañuelos con mocos.