divendres, 15 de juny del 2018

Mister Turner y el sol que era Dios

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La providencia me permitió ver "Mr. Turner", la cinta que dirigió Mike Leigh en 2014. Lo mío no son las novedades. Además, empecé a ver la película lleno de desconfianza: el biopic me parece el género más aborrecible de todos los géneros del cine, incluso peor que el musical, que ya es decir.

Sin embargo, "Mr. Turner" es una de las grandes cintas que he visto, y debo no solo aceptarlo, si no también proclamarlo. Aunque sea por aquí, lo cual es una proclama bastante exigua. Leigh y sus guionistas han elaborado una pieza llena de poesía y de sutilezas, con humor (a veces blanco, a veces negro).

Se trata de una cinta que explora la figura tan dífícil del artista en relación a la sociedad que le toca vivir (o sufrir, que es su sinónimo más claro). Vemos al señor William Turner paseando, ocupado en tareas de toda clase, comiendo, bebiendo, susurrando, maldiciendo, perdiendo el tiempo en banalidades. Y, de vez en cuando, pinta un cuadro. Magnífico. No hay fechas ni acotaciones, ni esas insufribles voces en off tan frecuentes en el cine biográfico. La luz que inunda la pantalla es la luz de sus cuadros, siempre esa luz mortecina, enferma y a la vez brillante.

Mike Leigh no se anda con tonterías y presenta a un William Turner humano en el sentido que todo el mundo comprende: sin hablar de grandezas. El artista no es mejor que el panadero, y su trabajo tampoco es más importante. Es un tipo con luces y sombras, generoso y audaz, capaz de filosofar y de empatizar pero también rastrero a veces, ramplón, sentimental, furioso, mezquino, poeta y vulgar.

Debo decir que siempre me ha fascinado la pintura de Turner. Recuerdo que un amigo pintor, hace muchos años, me hizo descubrir la amplitud del genio inglés cuando me dijo que es uno de los pintores más adelantados a su época, ya que anticipó el impresionismo, e incluso el impresionismo abstracto. Y creo que es cierto.

La cinta tiene grandes escenas, aunque me resultaría difícil escoger una. Me divertí con la que se burla de John Constable, que fue el pintor más reconocido y más laureado en su época: visto a día de hoy, Constable es un prescindible patán. Y luego están las varias escenas dedicadas a retratar el ambiente artístico oficial de su tiempo, en donde empezaba a apuntar maneras John Ruskin, presentado aquí como un petimetre insoportable y tan pretencioso como vacío, un esteta rico y estúpido, que con su dinero organiza tertulias destinadas a convertirse en el protagonista de ellas, gracias a una arrogancia indómita. Turner asiste a una de esas terúlias (no le queda más remedio, puesto que Ruskin ha pagado un dineral por uno de sus cuadros), y tras muchos minutos soportando las insolencias de Ruskin, que plantea dilemas estéticos sin interés alguno, le pregunta si prefiere un cocido con carne de cerdo o de ternera. Luego vino el prerafaelitismo, que es un momento malo de la historia de la pintura, y que se debe a la preeminencia que consiguió Ruskin. Creo que, a día de hoy, esa moda estética todavía es muy valorada, y en especial en las regiones aquejadas de nacionalismo romántico, como la que me ha tocado.

Turner fue un artista complejo, entregado al arte. La escena en que se hace atar al mástil de un velero para contemplar una tormenta de nieve es cierta. Y le costó una pulmonía de la que jamás se recuperó por completo, y que está en el origen de la enfermedad que le llevó a la muerte. No hay arte sin sufrimiento, parece que nos dicen los artistas de otros siglos. Pienso en un joven escritor catalán (metido a político nacionalista) que escuché -por error, hace poco- diciendo que disfruta escribiendo, y que lo hace cada mañana durante un ratito antes de irse para el trabajo (de abogado o de alcalde de pueblo, eso no lo precisó). Decía el joven novelista: me lo paso tan bien escribiendo las aventuras de mi protagonista que incluso me levanto un poco antes de la hora que me exige mi profesión.

La cinta de Leigh contiene algunas lagunas argumentales que no le reprocho: ¿quién osa comprender la vida de un ser humano?. Hubo instantes, mientras miraba la película, en que pensé en "Andrei Rubliev", que casi casi diría que es lo más bello y lo más profundo de Tarkovsky. Me vinieron ganas de revisitar al genio ruso y, finalmente, así lo hice.

Eso es lo que mejor que te pasa cuando ves una buena pieza: que te lleva a otra. Y entonces te das cuenta de que lo más humano no está en la vida, si no en el arte. Arte es querer crear cosas bellas, y hacerlo con todas las fuerzas, con el único ojetivo de crear belleza. Una belleza que nos llena la vida de sentido y que, por eso, termina siendo una cosa buena.

dilluns, 4 de juny del 2018

Las desventuras de un autor de novela negra catalana

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En 2013 terminé de escribir una novelita, en catalán, y se la entregué a un agente editorial muy competente. El profesional me propuso dos editoriales como posibles destinatarios. La primera me respondió, poco más tarde, con la siguiente propuesta: "te presentas al premio que yo controlo, te llevas los 10.000 euros del premio y luego te publico. Solo tienes que decirme el título". La otra me respondió con un correo lleno de alabanzas y me citaron en un bar de la Plaza del Sol, en Gracia. Opté por la segunda: vi demasiadas inmoralidades en la primera y la segunda me cayó simpática.

Me encontré con los editores, buena gente. De los tres, dos no habían leído mi novela, pero eso no me importó. Llegamos a un acuerdo sin números. Eso tampoco me importó.

En cuanto leí el contrato, más tarde y en la sede de la editorial, supe que me pagarían un anticipo de 500 euros, que era lo máximo que podían pagar. Pero a cambio -me lo dijeron y yo les creí- me iban a promocionar por infinidad de librerías, foros y festivales. Les creí porqué parecían buena gente y uno sabe que debe rodearse de buena gente para intentar ser feliz. Me ingresaron los 500, menos los impuestos. Fuimos a tres o cuatro eventos, cuatro menos de los programados en el inicio. Durante el tiempo de la promoción, los editores no desaprovecharon la oportunidad de lamentarse: de la escasedad de lectores en catalán, de la desaparición de unas antiguas subvenciones para las publicaciones en este idioma, de la mezquindad del público lector catalán (l'avara povertà dei catalani). Y de la deslealtad de la competencia, y de etcétera y etc.

Un día, uno de los editores me hizo llegar el soplo siguiente: un editor de la competencia pero con el cual compartía sociedad en una asociación de editores de novela en catalán había cometido una deslealtad muy grave con los principios de la asociación y por eso le habían expulsado de ella. Yo fui ingenuo e incauto, y publiqué esa información en Facebook, creyendo que así me solidarizaba con mi editor e incluso que le ayudaba en algo. Me llovieron los insultos, por supuesto. Lo más grave del asunto es que me maltrató el mismo editor que me había dado el soplo, para disimular con su maltrato la felonía cometida: el tipo se me reveló como poseedor de una mezquindad tan grande como inesperada. Y yo, por no traicionar al soplón, que era mi editor, me callé y me tragué los improperios.

Vaya sarta de miserias, tan humanas y tan pequeñas estoy contando.

Pocos meses después gané el primer premio de novela negra que gestionaba la misma editorial. El original ganador estaba premiado con 2000 euros. La mitad del dinero lo pagaba la editorial y la otra mitad el ayuntamiento que acogía el festival literario en donde se celebra el evento. El ayuntamiento me ingresó su parte en poco tiempo. La editorial se demoraba tanto en abonar su parte que, al fin, les escribí para reclamarlo. El editor me respondió que enseguida procedería al pago de los 750 euros que les correspondían. ¿750? le pregunté: ¿no eran 1000? Tres días más tarde me pidió disculpas por el error y unas semanas más tarde me ingresó mi parte. Dijo que, como el año anterior el premio fue de 1500 euros, él pensaba que me debía 750. Lógico. Es un error comprensible, le dije, no pasa nada. Y más comprensible en Cataluña. L'avara povertà. Todo eso son miserias, miserias humanas, deslealtades, mezquindad, pobreza, y la falta de educación que genera la pobreza. Eso lo sabemos todos: en contextos de miseria, no pidas elegancia.

Siento más pena que nada. Más lástima que nada. Trabajo como maestro en una escuela de barrio pobre y se que no se les puede exigir solidaridad ni empatía a los que pasan hambre. Es lo que dijo Abraham Maslow (el de la pirámide de ídem) en "Una teoría sobre la motivación humana". Aunque no creo que mis editores pasen hambre, si creo que sufren de mucha miseria. Otra clase de miseria que no es peor si no distinta, más oscura, disfrazada de cultura, una miseria que actúa en estómagos llenos y en buenas familias. Es una miseria que es más miserable que la miseria del hambriento, la miseria moral del niño rico y bien acostumbrado, consentido, tolerado.

Qué desastre y qué pena, Dios mío, qué pena.

Un atardecer, en un pueblo de las costa, cerca de Barcelona, me encontré departiendo, entre cañas de cerveza, con mis editores. Como todos estábamos sueltos y relajados, les solté que me parecía envidiable su editorial, por la cantidad nada desdeñable de títulos publicados. Uno de ellos me respondió: "bueno, no te creas. Les pagamos 500 eurillos a cada autor por su libro y listos, jamás le pagamos ni un euro más". Creo que se referían a la colección en catalán, porqué al resto de sus ediciones, en lengua castellana, diría yo que les tratan mejor. Quizás porqué venden más. Ahí va el dato, para quien quiera dejar de ser ciego.