Cada vez que leo (quizás sería mejor hablar de "releer") a Joseph Conrad me dan ganas de agarrar mi ordenador, mi lápiz, mi estilográfica y mis libretas y todo aquello que sirva para escribir para echarlo al río. Lo del río es un decir: echaría cada cosa a su contenedor correspondiente, como buen catalán educado en los antiguos valores de la clase baja, la obediente y la complaciente.
Con Joseph Conrad me sucede eso: un bloqueo absoluto, y la certeza de que jamás escribiré nada mejor que "El corazón de las tinieblas" por más ríos que describa o barbarie y locura que intente narrar. ¿Para qué escribir después de Conrad, si no tienes nada mejor que contar, o si no sabes escribir mejor que él? Uno debe ser sensato, pero sobre todo honesto con uno mismo. El espejo no perdona y no dispongo del espejito mágico del cuento. También es cierto que luego me repongo y regreso a mi escritura. Lo hago con un argumento pueril, consuelo de tontos: si Beethoven o Wagner hubiesen pensado como yo, siendo Beethoven y Wagner posteriores a Bach, no habrían compuesto ni el uno Egmont ni el otro Tristán e Isolda. Sin embargo, se repusieron al handicap. ¿Pensaron Beethoven o Wagner que no podrían componer nada mejor que La pasión según san Mateo? ¿Pensaron que sí podían? ¿Lo consiguieron?
Soy deshonesto conmigo mismo y me pongo a escribir de nuevo. Me lo tomo como un reto, como si los seres humanos deseáramos esclavizarnos a la idea del reto, a la ensoñación del héroe y sus hazañas, siempre futuras, siempre por venir. Me esfuerzo y a la vez me siento estúpido dos veces: por el esfuerzo y por la desfachatez, por el esfuerzo y su inutilidad. Jamás seré mejor que Conrad. Jamás mejor que Vargas.
Leo poco a mis contemporáneos y cuando les leo suelo abandonar sus textos a las pocas páginas, agotado por la decepción. Me asquea el poco esfuerzo, lamento ese culto a la facilidad que se adueña de todo. Hace poco asistí a una charla en uno de esos muchos "festivales" de literatura catalana que tanto se prodigan y a los cuales los ayuntamientos destinan un dinero que estaría mejor empleado en becas de comedor escolar. Un escritor sonriente, fascinado por su efigie ante un micrófono, afirmaba ante un público escaso y de edad avanzada que "disfruto tanto escribiendo...". En sus frases había una negación absoluta del reto, del esfuerzo. Y una orgullosa afirmación del culto al analfabetismo literario: "no leo nada para que no me contamine". Y una celebración de la banalidad, ya que esos escritores suelen reivindicar la literatura fácil y de entretenimiento. Es lo que hace la zorra de Esopo cuando se da cuenta de que no alcanza los frutos más bellos y más maduros: justifica la preferencia por la mediocridad.
Cada un debería encontrar a su Joseph Conrad. Encontrárselo, mirarlo de frente y sin temor, a los ojos. Y luego pensar. Hay algo enfermizo en la sonrisa del escritor publicado cuando habla de sí mismo o de su obra con ese ridículo engreimiento, como si jamás hubiese conocido a Conrad. ¿Obra? ¿Acaso no es más importante la obra del panadero del barrio? ¿La del picapedrero que talló los sillares de Santo Domingo de Silos?
Escribo con problemas y asediado por las dudas. No disfruto escribiendo. Lo sufro, y si sigo escribiendo es porque no lo puedo evitar y porque no he encontrado una ocupación mejor. En el arte -en cualquiera de ellos- hay sufrimiento y eso no tiene nada que ver con la moral católica y su hipertrofiada confianza en el sufrimiento. Los arquitectos, los ingenieros y los picapedreros que levantaron Chichén Itzá sufrieron de lo lindo, y no conocían a Jesucristo: nada tiene que ver el catolicismo. No me imagino a Jorge Luis Borges sonriendo mientras escribe, ni a Bolaño redactando 2666 con una sonrisa dibujada en los labios. Me resulta imposible suponer que Jorge Volpi, en una presentación de "En busca de Klingsor" suelta ante el auditorio que se lo ha pasado de rechupete escribiendo. No, ni de coña. Como mucho, hablará de la satisfacción final, la qu surge cuando uno mira hacia atrás y contempla la lucha con la sintaxis, con el sentido, con el riesgo. Lo que sucede es que Borges, Bolaño y Volpi habían encontrado a su Joseph Conrad, fuese quien fuese su Conrad.
Un antiguo colega mío dejó de escribir literatura y se pasó a la correspondencia. Los presuntuosos lo llamarían "género epistolar". La primera epístola que mandó a sus conocidos (la misma para todos, ya que habíamos llegado a la era del correo electrónico) empezaba así: "He fracasado como poeta". Luego explicaba que se retiraba de la escritura con frases que tenían algo que ver con el Bartleby de Vila-Matas, que a veces ejerce de Joseph Conrad de repuesto para mi. El autor de esta frase había publicado libros de poesía y había obtenido varios premios. Debió de encontrarse con su Joseph Conrad y, afortunadamente para los árboles del planeta, no supo superar el impacto.
Mi Joseph Conrad se me aparece a menudo. No me habla, solo se me aparece. Tiene una apariencia severa y a veces incluso lacónica y triste. En sus últimas apariciones toma el aspecto de Antonio Soler y de Jordi Ledesma, el uno malagueño y el otro catalán de expresión castellana y ancestros africanos. Ni Soler ni Ledesma son Conrad, pero sí lo son.
Le pido al fantasma de Conrad que se manifieste más a menudo entre mis coetáneos y que lo haga generosamente, sin remilgos.
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